¿Quién sería crítico si pudiera ser escritor? Mientras preparo este trabajo la pregunta retórica de George Steiner me ronda insistente y molestamente. Hasta aquí me ha traído un largo camino lleno de vericuetos y, si bien es cierto que nunca imaginé que esta parada pudiera estar en mi destino, asumo el reto como una nueva oportunidad que me da la vida para comprender mejor la mía. Y la de los demás.
A menudo me he preguntado de dónde provino mi deseo adolescente de ser escritora y reportera. Alejada –alejadísima- de lugares donde había periódicos o revistas, y por supuesto libros, en el pequeño pueblo de Cuenca donde nací los únicos relatos de realidad eran las historias orales que contaban los mayores. Las historias de antepasados y los relatos del lugar, de los lugareños y sus alrededores se sucedían en las noches de invierno, al par de la lumbre, mientras se consumían los últimos rescoldos.
Los viejos contaban las que habían heredado de sus antepasados y las que ellos mismos habían vivido. Una y otra vez, con las mismas palabras, similar entonación, mismo tiempo narrativo, idénticos diálogos. Nunca esperé una frase o palabra que no fuera pronunciada en el momento en el que yo sabía que llegaría.
Muchas veces he oído contar a Manuel Rivas como, sentado en una escalera, cuando era niño, se pasaba las noches escuchando las historias que contaban los ancianos de su aldea. Ya escritor, el periodista lo ha considerado parte de su educación sentimental.
Confirmé mis influencias cuando no ha mucho tiempo leí al premio Nobel de Literatura del año 2000 Gao Xingjian, quien como hiciera Torrente Ballester, usa el magnetófono para crear sus textos. Para el escritor chino, exiliado en París, la lengua literaria debería poder leerse en voz alta, tendría que depender no sólo de la letra, sino del oído porque el sonido es el alma de la lengua. “Redescubrir el lenguaje también significa, para mí, escuchar atentamente lo que escribo. Si no logro sentir la entonación de la frase, la considero fallida y la elimino o redacto de nuevo. Mi primer borrador procede de lo que le he contado al magnetófono, y cuando reviso el texto, lo recito en mi interior en silencio. El lenguaje vivo tiene siempre un tono determinado, y someterlo a la prueba de la audición es un buen método para filtrar y pulir los desarreglos de estilo. Las palabras que el oído no acepta o entiende, o bien no han sido dichas con claridad, o bien no tienen razón de ser. Y ¿qué puede transmitir a los demás un autor que no se entiende a sí mismo? La lengua está, por naturaleza, ligada al sonido; la escritura es posterior”, dice Gao Xingjian.
Creo que esos relatos de abuelos, padres y vecinos me enseñaron a mirar más allá de lo evidente. Muy tempranamente descubrí que la vida era una suma de historias y quise no sólo conocerlas sino contarlas.
Como Rivas, yo tampoco diferenciaba en aquellos momentos entre escritor y periodista y cualquier excusa me valía para experimentar con las palabras.
El paso (interrumpido) por la Facultad de Ciencias de la Información, en los tiempos en los que la objetividad envolvía las aulas, abonó la semilla que me traje de Almonacid del Marquesado. Los ejercicios y prácticas de clase me llevaron a un pueblo deshabitado de Guadalajara, a pasar las Navidades en un circo o a perseguir a Severiano Ballesteros por dieciocho interminables hoyos, entre otras aventuras.
Las ganas de empezar a trabajar cuanto antes para cumplir con el requisito, que se nos anunciaba imprescindible, de la experiencia me llevaron a mi primer trabajo antes de lo previsto, atrapándome durante un instante, que ha durado veinte años.
La pregunta de Steiner me ha martilleado la voluntad desde que volví a la Facultad de Ciencias de la Información pero sé que éste es el camino correcto. Tal vez estaba escrito que mi regreso a la formación y al conocimiento universitario me siguiera vinculando a la difusión y divulgación, tarea a la que me he dedicado las dos últimas décadas. Voy en busca de los contadores de historias y sé que en cada uno de ellos me reconoceré.
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